El hombre contra el animal. La definición de lucha entre vida y muerte. Una historia apasionante que Misiones se debía. Contar cómo fue el sistema de trabajos en el monte que hubo en el Alto Uruguay a inicios del siglo XX. Ricardo Argañaraz y su novela Federico Batista, matador de tigre
“¿Es posible matar un tigre a machetazos?”, fue la inocente pregunta a Ricardo Argañaraz.
Y la respuesta es clara.
“En los viejos pueblos de Misiones Puerto Libertad, San Pedro, Monteagudo, San Ignacio Fondo, Isolina, siempre aparece el mito de un matador de tigre. Siempre hay uno.
“Nos pasó. A mi generación. En 1950/51, el Soberbio recién se estaba armando. Monteagudo se desarmaba.
“A la entrada de El Soberbio en avenida Rivadavia en esa época, un tal Domingo Batista mató a machetazos un tigre. Se encontró con el animal en el arroyo y lo mató.
“(Cuando era un pibe) Mamá me mandaba a comprar azúcar al almacén y lo veíamos a Domingo Batista, retacón, medio coloradón, morocho. Para nosotros era He-Man, Superman, Batman. Mató un tigre a machete. Me crié con esas historias de matador de tigre.
“Porque hay que distinguir: Una cosa es matar un tigre. Y otra es cazar un tigre.
“El cazador no tiene esa aura ni tiene ese prestigio en esos pueblos viejos.
“Ése que está en una espera, con los perros. Pum, le mete un balazo, un escopetazo. Ése, no. El que tiene prestigio es el que mata el tigre a machete o a revólver en un encuentro excepcional y medio riesgoso. En este caso, le cambié el nombre pero el apellido quedó”.
Toda una definición.
Tigre buscando autor
“Federico Batista, matador de tigre” es la obra inicial de Ricardo Argañaraz, otrora dirigente radical del Alto Uruguay que integró el Ejecutivo provincial en los años del retorno de la democracia.
El abogado oriundo de esas ignotas tierras se formó en la Universidad Nacional de Córdoba, pero retornó a la provincia se dedicó a reconstruir partes de la historia de esa región de la provincia hace exactamente cien años.
En los años 20, Misiones era Territorio Nacional y solo constituía una zona de extracción.
El extractivismo fue lo único que hizo atractiva Misiones.
Venían todos de afuera y sacaban los rollizos de las mejores maderas de Misiones por trillos y a fuerza de bueyes y se los dejaba en la orilla de los dos grandes ríos. Viajaban esos troncos anudados y flotando por el Paraná y el Uruguay.
Venían todos de afuera, se metían en los montes, cortaban miles y miles de kilos de hoja verde de yerba mate, armaban allí mismo los hornos de barbacuá y se secaba el producto para luego llevarlo hasta la orilla del río y también enviarlo hacia el sur. Por los mismos ríos.
Hasta que llegaron los primeros habitantes (luego de los errantes indígenas guaraníes, guayakíes y mbyá) y las corrientes colonizadoras. Allí, la vieja tierra de los Jesuitas -que hacía 150 años se unieron a los guaraníes- volvía a ser una zona para vivir y no sólo un lugar para entrar a robar.
Volviendo a inicios del siglo XX, Posadas deja de ser una zona de paso y una trinchera: se transforma en un epicentro burocrático, de comercio, de industrias que empezaban a llegar, con el tren que llegaba con sus vías a la capital del Territorio Nacional. Y de allí partían los barcos con los famosos mensúes. Según cuenta la leyenda, intoxicados de alcohol y prostitutas en la Bajada Vieja y con un destino de deuda impagable y muerte segura.
Aprendimos a conocer los avatares de los que se animaron a estas selvas por algunas novelas y en especial por Las aguas bajan turbias (ya el título lo decía todo porque remitía a qué es lo que hacía oscuras las aguas).
Y luego en los años 50 cuando Ramón Ayala empezó a llenar el paisaje verdoso de Misiones con las historias (no tan felices) de los que allí vivían (El Mensú; El jangadero y tantas otras poesías).
Pero era todo referido al Alto Paraná y en especial, se hacía acento sobre la cuestión de extraer yerba mate canchada de Misiones y enviarla al Sur donde se la envasaba.
¿Y en la otra orilla?
Del Alto Uruguay, todo seguía siendo menos difundido. Y, por ende, menos conocido.
Pero, además, más allá de la trama de una novela bien pergeñada por Argañaraz, hay algunas precisiones que el propio autor da.
“Los obrajes madereros del Alto Uruguay no son los mismos que los del Alto Paraná. No sé si por la presencia de Brasil con sus autoridades, pero eso generaba algunos códigos. Mi abuelo materno trabajó en obrajes de Argentina y Brasil (sacando madera y vendiendo por su cuenta). Muchas jangadas iban río abajo y se vendían en cualquiera de las dos barrancas. Está claro, que de los obreros nadie se hizo rico, pero era el único trabajo que había. Así que se lo llevaba a cabo y listo. Pero había un respeto; no era una tierra de mensúes”.
Por’ay, gritaba Garay. Así es: la explotación (del ser humano) era en los yerbales.
Como para dar algún ejemplo claro, Argañaraz añade: “Cualquiera tenía revólver o machete; capataz que se hacía el loco, lo mataban”.
Y buena parte de la novela se basa en un hecho de estas características.
“Preguntaba y hablaba con mi hermano que tuvo casi 40 años obrajes. Le iba grabando y sacando información. Y también mi mamá. Ella murió hace muy poco, cinco o seis meses, con 90 y pico de años. Ella era de Monteagudo y era hasta su fallecimiento con una memoria tremenda. Y lo que escuché toda la vida”.
Hay ficción. Pero también hay personajes inspirados en la realidad.
La trama
Pero, atentos, amigos. No es sólo descripción de la realidad misionera de hace cien años. No.
Acá hay una historia poderosa. Un inicio tremendamente doloroso y traumático para los principales protagonistas y un hecho que marca al hombre que da nombre a la novela. Y que se devela recién al final de modo sorprendente casi 270 páginas más adelante.
Y varios asuntos intermedios que se concatenan para dar un final sorprendente.
Vale la pena meterse en el monte con Federico.
Ricardo es el descubiertero que nos va a guiar.
Eso sí… lleve su machete… nunca se sabe