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jueves, noviembre 21, 2024

Cuando Romeo y Julieta vivieron en el Alto Paraná

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Un relato ficcional (aunque no tanto) de la colonización de Misiones y de dos familias de distinto origen que se cruzan y cuyos hijos se sienten atraídos más allá de las animosidades históricas. Amor y odio

“Cuántas veces el amor pudo triunfar contra el odio ancestral, de razas, credos y miles de prejuicios que envenenaron a la humanidad, y cuántas cayó derrotado ante el odio”. Así se pregunta Eduardo “Balero” Torres al presentar el cuento Amor y odio que está en su libro El espíritu de la selva.

Ilustración de Maco Pacheco incluida en la versión original

“A pesar del antagonismo que puede existir entre estos dos sentimientos nunca permanecen muy alejados uno del otro, como si se necesitaran o fueran sentimientos casi simbióticos”, evalúa el autor.

Y da pistas en forma de coordenadas de tiempo y espacio. “En la zona donde se desarrolla el cuento, cursé la escuela secundaria y comprobé junto a varios compañeros morochos el prejuicio racial. En ese entonces, décadas de los años sesenta y setenta, en muchas de las fiestas de quince de chicas descendientes de alemanes, sus padres no permitían la asistencia de jóvenes criollos y recuerdo un suceso que me quedó grabado en la memoria, cuando dos amigas del mismo origen terminaron su amistad porque una de ellas comenzó una relación con un muchacho de apellido Benítez”, recordó.

Y da pistas sobre el origen de su relato.

“A pesar de estas conductas, no pasó mucho tiempo para que se produjera la integración aún a costa de la oposición de los racistas, quienes usando todas sus fuerzas no pudieron con la que surgía de la atracción entre un morocho y una rubia, o viceversa”.

Imagen a modo ilustrativo

Yendo al grano de esta historia increíble, Torres explica. “En el cuento, el amor surge después de la Segunda Guerra Mundial, entre una chica judía y un joven alemán cuyas familias emigraron al Alto Paraná misionero casi en la misma época. El amor oculto y prohibido tuvo consecuencias trágicas para ambos. Pensaron que su entrega serviría para una reconciliación de paz y amor, entrega inútil si vemos los enfrentamientos que se producen por el odio y la intolerancia”.

El relato se halla en el libro El espíritu de la selva y está a disposición en su totalidad para los lectores de Periodismo Misionero que deseen bajarlo a sus computadoras en formato PDF.

El humo oscuro salía furioso de la enorme chimenea del barco que navegaba en contra de la fuerte corriente del río Paraná. La inmensidad de la masa de agua se abría ante la proa del barco que, en su avance, dejaba enormes olas de las que se desprendían numerosas gotas que por impulso del viento salpicaban a los que se encontraban en la cubierta.

En ambas márgenes, los árboles de la selva de galería volcaban amorosamente sus ramas para ser acariciados por el deslizamiento del agua.

Numerosas aves de variados colores exhibían sus características posadas sobre las ramas; entre ellas, varios mbiguás volaban rasantes sobre el lecho del río hasta acuatizar y sumergirse en busca de sus alimentos. Muchos volvían a la superficie sosteniendo en sus picos pescados de tamaños considerables.

Parecía imposible que estas aves pudieran tragarlos.

A veces, los gruñidos de los monos carayás se sobreponían a los generados por los motores del barco, creando un coro disonante muy particular.

Llevaban varios días navegando desde que partieron del puerto de Buenos Aires rumbo al Alto Paraná, pero estaban acostumbrados; habían cruzado el Océano Atlántico escapando de las persecuciones e incautaciones de bienes que soportaban los judíos en Alemania.

A decir verdad, el viaje por río resultaba más placentero y entretenido que el realizado en el mar, pero aún bajo estas circunstancias, la ansiedad carcomía a todos los miembros de la familia; incluso al que muy resguardado continuaba creciendo dentro del enorme vientre de su madre, que caminaba dificultosamente, tanto por el movimiento del barco como por incomodidad del embarazo. Estaban en la etapa final de la odisea que se habían visto obligados a emprender para escapar de los que odiaban a su raza y, ansiosos, esperaban llegar al destino donde comenzarían una nueva etapa, lejos de las hostilidades y las persecuciones.

En sus alrededores todo era selva lujuriosa; el ancho cauce del río se abría como una herida de trazado sinuoso, dividiendo ese desierto verde y dando la apariencia de emerger en el horizonte desde la profundidad de su seno.

Al día siguiente arribaron a un rudimentario muelle ampulosamente denominado ‘’puerto’’, donde un numeroso grupo de personas distribuía sus tareas, como las de ayudar a atracar el barco, el descenso de los pasajeros y bajar los enormes baúles con las pertenencias que habían podido cargar durante su precipitada fuga.

A los arribeños les llamó la atención la diversidad étnica de esas personas; estaban los morochos, cuyos rasgos eran propios de los naturales, otros con la piel oscura, acriollados, y algunos morochos de ojos azules, producto de algún cruzamiento entre algún inmigrante y un criollo, circunstancia que, en poco tiempo, sabrían que era considerado un acto repudiable por parte de la incipiente, prejuiciosa y multiétnica sociedad, o para un sector de ella.

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Los bultos fueron cargados en unos carros de cuatro ruedas traccionados por dos bueyes de enormes cornamentas. Con andar cansino iniciaron el ascenso del barranco por un angosto camino. Todos ellos, con excepción de la esposa embarazada del jefe de la familia, caminaban detrás del lento vehículo.

Cuando llegaron a la parte superior del barranco distinguieron un camino terrado color rojizo que se extendía hacia el interior del territorio.

En sus costados se levantaban numerosas viviendas de madera asentadas sobre cepos de troncos que las aislaban de la humedad y de las alimañas; se detectaban muy pocas casas de mampostería. La vegetación y algunos árboles de gran porte, por algún desconocido motivo, se habían salvado de ser talados y rodeaban las viviendas.

A medida que avanzaban notaron mayor movimiento de personas y vehículos arrastrados por bueyes, caballos y mulas cargados con productos diversos de la chacra o con mercaderías y herramientas. Las edificaciones estaban más cerca unas de otras y muchas mostraban carteles que identificaban el comercio al que se dedicaban. Muchos gringos, casi en su mayoría descendientes de alemanes hicieron pensar a los nuevos inmigrantes, esperanzados, que tal vez habían olvidado los odios que imperaban en la antigua patria.

Pronto arribaron a un galpón no muy distante del incipiente centro comercial de la pujante localidad. Después de bajar los equipajes, los miembros de la familia se ubicaron alrededor del padre y escucharon la lectura de unos versículos de la Torá, agradeciendo a Dios por su protección durante las largas y sacrificadas jornadas que les insumió llegar al destino.

Inmediatamente comenzaron a desembalar y ubicar cada cosa en el lugar que señalaba la madre embarazada quien, a pesar de su enorme vientre, colaboraba en la medida de sus posibilidades. Jacobo, el jefe de la familia, comenzó a dividir el galpón utilizando mucho ingenio y voluntad para reemplazar los materiales y las herramientas que no poseía, situación que pronto se solucionó cuando un vecino se acercó para darles la bienvenida y ofreció las suyas, además de suministrarles numerosas y anchas tablas de timbó con el compromiso de que se las devolvieran cuando las posibilidades de Jacobo lo permitieran.

Con la inestimable ayuda de Saturnino, el vecino de origen paraguayo, la familia judía pudo instalar una pequeña tienda con productos de los más diversos tales como agujas, hilos, botones, peines, telas, cuadernos, lapiceras y papel, entre otra infinidad de cosas. Fue de esta manera que el comercio empezó a crecer para transformar a sus propietarios en personas destacables económicamente dentro de la comunidad.

Pasado un tiempo el jefe de familia se convirtió en el financista, para no decir prestamista, de muchos vecinos, entre ellos muchos que no simpatizaban con su raza ni con su religión pero sí con su dinero.

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Sin dudas, la llegada de la primera familia judía de la localidad no pasó desapercibida para nadie. En ese entonces no existían medios de  comunicación pero las noticias se propalaban velozmente y de boca en boca.

En la localidad funcionaba el exclusivo club alemán; los vecinos de ese origen se reunían semanalmente para disfrutar de unas sabrosas salchichas con chucrut acompañadas de abundante cerveza entre uno y otro partido de bowling.

También organizaban reuniones bailables entre los jóvenes, en tanto los mayores aprovechaban el club para intercambiar noticias locales como las que ocurrían en su antes agresora y ahora sufrida patria.

Como en toda comunidad, sus miembros se dividían entre los intolerantes y orgullosos y aquellos más comprensivos y abiertos a otras costumbres.

Adolfo, uno de los más extremistas, expresaba indignado:

–No podemos tolerar la presencia de judíos en esta localidad. Ya sufrimos mucho por su accionar después de la primera guerra cuando se adueñaron de la economía de Alemania mientras los verdaderos alemanes sufríamos la depresión y las miserias. Tuvimos suerte de que los comunistas, polacos, rusos, ucranianos y otros fueran hacia la zona centro de la provincia para que ahora, esta comunidad de alemanes se contamine con esta gentuza. Ya aguantamos a los negros.

Sigfrido, un hombre mayor de tamaño considerable y de aspecto bondadoso, contestó pacientemente:

–Amigos, no traigamos a este lugar nuestros ancestrales odios. Tuvimos que emigrar de nuestro país por ello y ahora estamos en esta tierra generosa cuyas autoridades nos recibieron y nos dieron la oportunidad como si fuéramos argentinos.

–El gobierno debe agradecernos por venir a civilizar y hacer progresar  sta zona salvaje. Con los negros vagos que viven en la región no harían absolutamente nada –dijo enardecido Adolfo.

–Las cosas no son tan así –dijo con paciencia Sigfrido y continuó–: sin dudas que somos diferentes y coincido en que vinimos trayendo ambición y materialismo, y no tenemos límites para progresar. –Hizo una pausa y reflexionó antes de continuar.

–Las personas originarias y los criollos vivieron felices y en armonía con el ambiente. No pasaban necesidades, tenían suficientes fuentes de proteínas que les suministraban la riqueza ictícola de los arroyos y la fauna existente. Tenían también los frutos naturales y algunas plantas tan generosas como la mandioca y la yerba mate, a lo que sumaban los productos de una pequeña huerta y algunos cultivos como la caña de azúcar y el tabaco que, en conjunto, les brindaba lo suficiente para vivir e intercambiar los excedentes con productos foráneos como harina, telas y otros artículos necesarios.

–De esa manera nunca progresarían y vivirían en forma semisalvaje.

–De acuerdo con nuestro concepto de progreso y de civilización no caben dudas de que la razón está de tu parte, pero no creo que nuestra civilización sea ejemplo para otras sociedades. En menos de medio siglo fuimos protagonistas de dos guerras mundiales con millones de víctimas y responsables del exterminio de millones de judíos, gitanos, discapacitados y todo humano que no se ajustara al prototipo del ario.

–Hizo otra pausa y con amabilidad le pidió al irascible interlocutor–: Te ruego, Adolfo, que aceptes que fuimos derrotados y nuestras culpas del genocidio que cometimos tardarán en olvidarse. Es preciso que aprendamos a convivir en disenso, con personas de otras razas y religiones o la desgracia nos acompañará siempre.

A esa altura de la discusión, por iniciativa de alguno de los presentes  cambiaron de tema de conversación ante el evidente disgusto de Adolfo y de otros, que coincidían con su postura.

En esos momentos una familia, compuesta por igual cantidad de miembros que la de Jacobo, hacía el mismo recorrido con igual destino.

Eran alemanes, huían del caos y la inseguridad que habían traído la derrota de su país ante las fuerzas aliadas. Helmut, quien había participado de la contienda como oficial, se escondió para evitar ser encarcelado mientras su familia, con ayuda de instituciones y amigos, se exiliaba en España donde, meses más tarde, se reencontraría con Helmut y embarcarían con destino a la Argentina.

La llegada de los alemanes fue diferente de la de Jacobo y familia. Sus compatriotas, quienes sin duda habían sido notificados con anticipación, se congregaron para recibir a uno de los suyos como a un personaje destacado.

Los inmigrantes fueron acompañados a su residencia, una casa amplia y con muchas comodidades, donde los recibieron con un ágape para luego dejarlos descansar.

Helmut, el ex oficial del ejército alemán, cuya familia tenía la misma cantidad de integrantes que la de Jacobo, se diferenciaba en las tres niñas y dos varones, mientras que la de Jacobo eran tres varones y dos niñas, incluida la nacida recientemente.

El progreso de Helmut fue tan rápido o más que el del comerciante judío. Se dedicó a la comercialización de la madera que le brindaba la rica selva y también a la actividad agrícola.

Las familias en cuestión no compartían actividades sociales ni religiosas y sus hijos tampoco, ni siquiera la escuela, debido a que algunos concurrían a una escuela exclusiva para los descendientes alemanes. Tampoco la muerte los juntaba por la existencia de un cementerio alemán y las costumbres de los judíos.

La pujante localidad siempre se caracterizó por incentivar deportes no tradicionales y también por la creación de un dinámico club de ajedrez, donde concurrían numerosos adultos y muchos más niños. Con frecuencia organizaban torneos para incentivar las habilidades de los ajedrecistas. De todos los participantes, dos chicos se destacaban en sus categorías y  mantuvieron la supremacía en la medida que crecían e iban ascendiendo. Uno de ellos, el hijo del medio de Helmut, Otto y la otra, Raquel, la hija del medio de la familia de Jacobo.

Eran naturalmente talentosos para este juego y en todas las contiendas donde se enfrentaban, cada uno alcanzaba dos victorias y decenas de tablas, situación que creó un problema al club ante cada torneo regional o provincial para decidir entre ellos quién lo representaba. La paridad obligó al club a recurrir a los sorteos.

Cuando los jóvenes se asociaron al club, cada uno vino cargado con los prejuicios religiosos y raciales de su cultura y en las primeras partidas que los enfrentó primaba la desconfianza y el resquemor. Pronto el respeto y la admiración por el talento del otro los obligó a disimular la simpatía que se generaba entre ellos.

El club fue invitado a participar en un importante torneo donde competirían prestigiosos ajedrecistas de muchas localidades. Por lo tanto se recurrió nuevamente al obligado sorteo donde fue favorecida Raquel, quien recibió de parte de Otto los sinceros deseos de éxito.

Pronto y gracias al ajedrez, las conversaciones entre Otto y Raquel fueron naturalizándose y esto los sumió en una confusa situación de incomprensión ante la intolerancia que les habían inculcado en sus respectivos hogares.

No notaban las diferencias entre ellos a pesar de ser alemán, uno, y judía, la muchacha; al contrario, sentían que tenían más cosas en común que las que mantenían con gente de sus comunidades.

La amistad se profundizó y se les sumó un amigo común, Hans, quien a pesar de su origen alemán no se aferraba a sus costumbres, rechazaba cualquier tipo de discriminación y era el motivo por el cual se lo veía participando de juegos y otras actividades con los criollos, fueran estos adinerados o no.

Entre los tres y a pesar de que a Hans no le atraía el ajedrez, desarrollaron una profunda amistad en la cual descargaban las confidencias y los conflictos que se suscitaban.

Raquel no pudo asistir al torneo de ajedrez porque debía participar del Pesaj, las pascuas judías, y como era lógico fue reemplazada por Otto, quien salió victorioso y luego festejó, a escondidas, con sus dos amigos.

Fue en esa ocasión que Hans sorprendió a los ajedrecistas cuando vaticinó que ambos terminarían enamorados y juntos, palabras que les hicieron ruborizarse y concentrar sus miradas sorprendidos ante la imposibilidad de que aquello se hiciera realidad, aun cuando los dos, desde un tiempo atrás, habían comenzado a estar presentes en el pensamiento del otro.

Como suele suceder, no transcurrió mucho tiempo para que el primer amor, tan intenso como prohibido, avasallara toda razón y prudencia envolviendo al joven alemán y a la adolescente judía en un torbellino de sensaciones indescriptibles dada la mezcla de temor, amor, deseo y prudencia. El único confidente era Hans y entre los tres planificaban los encuentros fuera del ámbito del club para disfrutar del amor que se prodigaban.

Debían ser prudentes.

Pero tal vez por ser muy chico el pueblo o muy grande el pecado del amor entre un alemán y una judía, pronto los padres de los enamorados se enteraron. La vergüenza y el honor mancillado de sus dioses y ancestros los impulsó a sancionar severamente a los jóvenes, con castigos que iban desde los despiadados corporales para purgar el pecado hasta el encierro por tiempo indeterminado. Fue Hans, con su ingenio acrecentado por la bronca de la injusticia de una sociedad hipócrita y discriminatoria, quien encontró la forma de comunicar a los enamorados por medio de cartas.

La relación de Otto y Raquel se popularizó en el pueblo y los comentarios se dispararon con exageraciones e invenciones, lo cual hizo que los padres de ambos jóvenes se sintieran más ofendidos aún. Mientras que la población, en especial los jóvenes, simpatizaban con la pareja enamorada y castigada. Sin embargo, y a pesar de los intentos de los compañeros de ambos enamorados, que trataron de visitar a los jóvenes en sus casas, nunca pudieron comunicarse con ellos; en la práctica, los jóvenes habían sido expulsados de sus hogares por sus respectivos padres. Parecía que por fin ambas familias habían encontrado una acción común: el castigo que infligían a sus hijos por enamorarse de la persona que ellos consideraban equivocada.

El odio los unió y como no podía ser de otra manera, atacaba al amor.

En tanto, Otto y Raquel, aislados hasta de sus hermanos, sufrían la ausencia del otro y a cada minuto les resultaba más difícil entender a sus padres y sus odios; no concebían una vida alejada del otro y les resultaban inaceptables los condicionamientos matrimoniales que sus padres planificaban.

Pasó más de un mes de soportar el castigo impuesto y las cartas de uno a otro lado se hacían más largas y frecuentes, situación que obligó a Hans a agudizar su ingenio para evitar ser descubierto. En verdad, él nunca había logrado conversar con sus amigos, pero un hermano de Raquel y una hermana de Otto se prestaron a entregar las cartas a escondidas de sus progenitores, porque si bien no aceptaban la relación prohibida los conmovía la profundidad de los sentimientos de ambos jóvenes.

Un día, Hans, sorprendido, recibió un sobre llamativamente grueso cuyo destinatario era él, pero más desconcierto le causó el contenido del paquete, el pedido de sus amigos cautivos de su amor y las consecuencias del odio entre sus familias. En la carta le agradecían la ayuda recibida y le pedían que  convocara a todos los jóvenes de los dos colegios, tanto del alemán como del público, a los miembros del club y a todos los chicos de los barrios para que dentro de dos días, a las tres de la tarde, concurrieran al valle del Arroyo del Sueño. En esos instantes debía abrir el otro sobre que se adjuntaba y leer el contenido a todos los presentes, y además debía asegurarse de que las dos familias concurrieran al lugar media hora más tarde del encuentro. Para tal fin, debía convocarlos sobre la hora y explicarles que el mensaje era de parte de los enamorados.

Consternado ante el insólito pedido de sus amigos, Hans cumplió con las directivas y transmitió la invitación de Otto y Raquel a través de sus numerosos amigos, creando gran expectativa en todos los sectores juveniles.

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Para Hans resultaría inolvidable el momento en que llegó al valle del Arroyo del Sueño. Las aguas cristalinas corrían produciendo el característico murmullo producto de la combinación de sonidos del agua al deslizarse por la pendiente, donde se encontraba con las irregularidades y obstáculos del cauce. El sol, indiferente al drama de los humanos, relucía con sus implacables rayos.

En el lado opuesto, la selva acompañaba el irregular cauce y desde el lugar donde se encontraba Hans se extendía un parque de pastos naturales con umbrosos árboles distantes entre uno y otro; a unos cincuenta metros, un murallón de piedra se erigía cubierto en parte por helechos que nacían en las vetas de la roca, líquenes y otros vegetales que se intercalaban entre ellos. Pero toda esta belleza, que bien podría constituirse en una postal, pasó inadvertida ante el grito que salió de las entrañas de Hans, quién cayó de rodillas como si pidiera perdón al Todopoderoso por la estupidez humana.

Levantó su mirada con la esperanza de que los cuerpos de sus amigos, que yacían inertes tomados de la mano, no fueran más que una visión pasajera, pero era la realidad. La expresión de los rostros pálidos expresaba paz y hasta se podría decir felicidad por el reencuentro eterno de los enamorados.

Entre sollozos abrió el sobre de acuerdo con las indicaciones de sus amigos y con la dificultad que le producían las lágrimas comenzó a leer, ausente a la llegada de una considerable cantidad de jóvenes que formaban un semicírculo silencioso y doliente ante la visión de la pareja muerta y de su amigo arrodillado.

En la misiva, los amigos volvían a agradecer a Hans su invalorable ayuda y se disculpaban ante la decisión que habían tomado, pero confiaban en su comprensión ante el profundo conocimiento que tenía de ellos y le aseguraban que no les quedaban alternativas para estar juntos. En los últimos párrafos le daban ánimo para que, a pesar de la situación, pudiera leer aceptablemente la carta a todos los jóvenes del pueblo.

Hans se levantó dificultosamente y al momento de voltear su cuerpo observó sorprendido la insólita presencia de jóvenes, todos en un silencio respetuoso y sufriente. Carraspeó y tragó saliva varias veces para desatar el nudo que percibía en su garganta y en la boca del estómago antes de comenzar a leer:

“¡Gracias por venir! No pretendemos que esto se convierta en un escenario macabro donde finaliza una historia de amor semejante a la de Romeo y Julieta.

“Ni una cosa ni la otra. Podemos afirmar que después de reflexionar mucho tiempo tomamos la decisión de iniciar esta historia de amor juntos en la eternidad, situación que resultaba imposible de consumarse en vida y en este ambiente de odios y rencores.

“Dicen que la muerte es el final, y como tal es muy triste, pero no es nuestra realidad. Como dijimos es convicción de que en las actuales circunstancias la muerte es el inicio del amor infinito e invencible, inalcanzable para las religiones, para las razas, para blancos, negros o amarillos, para los odios y los rencores, y es tal nuestra razón que podemos afirmar que hoy volvimos a nacer el uno para el otro cubiertos de un manto de paz y amor alejados de los prejuicios y de las culpas inexistentes.

“Tampoco deseamos que este acto amoroso se considere egoísta, solo pretendemos dejar un mensaje de rechazo al odio, a la discriminación y a los prejuicios. Por eso instamos a que pregonen el amor y la tolerancia, ahora  con su juventud y mañana cuando sean padres.

“No queremos que culpen a nuestras familias, ellos también son víctimas de este mundo injusto y no pudieron escapar de los rencores ancestrales.

“Creemos que no debemos pedir disculpas por este acto nuestro porque entendemos que es una reivindicación y una victoria del amor. Este camino eterno lo elegimos nosotros porque Otto me eligió a mí y yo a él, y ambos decidimos estar juntos. Rechazamos de plano la posibilidad, como es costumbre, de que nuestros padres elijan a nuestros cónyuges, de la misma raza y religión que la de ellos. Nosotros pertenecemos a la raza del amor, de la tolerancia, del perdón y por eso creemos natural que un alemán y una judía se amen.

“No lloren ni tengan penas. Los observamos desde el más allá y rogamos nuevamente que militen y trabajen para el amor y la tolerancia.

“Hasta siempre, con amor.

Otto y Raquel”

Mientras se leían los últimos párrafos de la carta, la llegada de ambas familias pasó desapercibida para los jóvenes, concentrados en lo que escuchaban, hasta que en silencio, el semicírculo se fue abriendo para dejar a la vista los cuerpos de los jóvenes enamorados.

Los integrantes de las dos familias vieron casi en simultáneo los cuerpos de sus hijos y en un gesto de reflejo, coincidieron en cerrar los ojos con fuerza y dolor mientras las lágrimas pugnaban por salir. Hans, al notar el comportamiento de los familiares, elevó una oración a los dioses de ambas razas clamando que cuando abrieran sus ojos vieran una nueva realidad opuesta a la que siempre habían vivido.

La muerte de Otto y Raquel trascendió las fronteras del pueblo; los jóvenes, conmovidos, realizaron una colecta y levantaron una lápida en el valle del Arroyo del Sueño, lugar donde los habían encontrado. Allí hicieron grabar sus nombres y dos figuras del ajedrez, el rey debajo del nombre de Otto y la reina, debajo del de Raquel.

Muchos años después, una pareja concurrió al lugar donde se había levantado la lápida de Otto y Raquel a ratificar su amor. Como era costumbre de la región, el lugar se había transformado en una ermita a la que concurrían los enamorados. La joven preguntó cómo se había originado la leyenda y su pareja le contestó: –No es una leyenda, es una historia verídica.

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