Irene Correa festejó sus primeros cien años hace unos pocos días. Tuvo cuatro festejos. Uno por cada hijo. Con esa mezcla única de sangre paraguaya y brasileña, creció en el interior de Misiones cuando era territorio nacional, la yerba empezaba a mover la economía y ella sobrevivía a lomo de caballo
Nació en una chacra. Vivió su infancia y adolescencia en el monte y las chacras misioneras que se iban poblando. Es un testimonio vivo de lo que era esta tierra hace un siglo atrás. Irene Correa cumplió 100 años y sigue teniendo chispas en la mirada y filosa la lengua.
La historia de Irene fue contada inicialmente por Martín Boerr, un colega especializado en las altas finanzas: usted puede hablar con él de inversiones, bonos, dólares; su léxico está cargado de palabras como déficit, fondos comunes de inversión, inflación, contado con liqui’, operaciones de bolsa. Todo ello se puede encontrar en su sitio PlanBMisiones.com. Sin embargo, su olfato de periodista pudo más.
Cuando hablaba con su amiga Dora, ésta le refirió la historia de su madre Irene Correa.
Y así, entre medio de giro de fondos a las provincias, futuras inversiones y la cotización del dólar blue salió la historia de Irene Correa, el mismísimo día en que esta mujer increíble llegaba a los 100 años. El 13 de octubre de 2021.
Esta nota no intenta competir con aquella sino más bien complementar algunos aspectos fascinantes de la infancia de una niña criada en un ambiente silvestre y, por qué no, salvaje.
Siguen de festejo
Uno llega a la casa donde actualmente Irene reside dentro de las cuatro avenidas de Posadas y se ve que el ambiente festivo persiste.
Hay un cartel colgante que da a la calle.
El relato inicial ya impacta: Dicen que su mamá Paula había quedado embarazada de soltera y como decidió tener a Irene se escondió en el monte. Fueron tres días en que tuvo a la criatura y hasta que se decidió volver. Es claro, en aquellas épocas, tener un hijo de soltera era un estigma serio y difícil de sobrellevar. Pero Paula no desistió (y nunca se arrepintió) de traer al mundo a Irene. “Menos mal que no llovió”, comenta hoy cien años después la mujer. El temor que tenía al flamante abuelo empujó su huida. Pero después ella misma fue vital para todas las actividades de la chacra que realizaban.
En 1950, el suizo Hans Ruesch escribió una novela llamada El país de las sombras largas. Era la historia de una familia esquimal. En la primera escena, la mujer da a luz una niña. Y los esquimales necesitan que sea varón para enfrentar los desafíos de vivir en esos climas tan hostiles. El padre, no sin pena, saca a la criaturita recién nacida a la intemperie (y, calcúlele entre -20 y -40 grados) y la deja allí desnudita para que se muera de frío. Pero la niña parece resistir y a último momento, el hombre se arrepiente y rescata a la niña. Y la historia sigue. Pero será ella la que luego salvará más de una vez a su familia en el Ártico.
Aquí ha pasado algo similar. Irene ha sobrevivido y seguirá sobreviviendo durante las siguientes décadas sin importar cómo.
“Sí, todo pasó en Santo Pipó. Mi mamá Paula tenía miedo porque se había embarazado de soltera. Y se escondió tres días hasta que el enojo de su papá pasó. Ahí volvió. Menos mal que no llovió”, comenta risueña.
Y aquí vienen los roles. “El abuelo era bravo. La abuela era una santa. La mamá de mi mamá era una santa. Ella tenía apellido Candiyú y era de origen paraguayo”.
¿Y el abuelo? El abuelo Correa era de origen brasileño. Ambos hablaban en brasileño. Pero Dora reniega de los (supuestos) orígenes paraguayos. Dice que la ascendencia era brasileña y de aborígenes
“Así que soy una mezcla bien bravía: algo de paraguaya y algo de brasileña”, señala y agrega un dato histórico. “Los brasileños y los paraguayos no se quieren mucho entre ellos”. Y se ríe Irene: es claro, esa gente había nacido apenas terminada la Gran Guerra entre Argentina, Uruguay y Brasil contra Paraguay.
Sin embargo, en Misiones esas diferencias se acortaban.
La vida diaria y la comida
“Le llevábamos leche de la chacra a unos suizos”, memora. Sí, toda esa región fue receptora de europeos llegados del país helvético, que hicieron epicentro en Ruiz de Montoya.
“De chiquitos: yo acarreaba leche a caballo. La leche iba en latones apoyados en la paleta del caballo”, relata.
“Que ¿si sabía manejar un caballo? Je, Dominaba. Me podía parar en el lomo y andar como si fuera un equilibrista de circo”, dice no sin orgullo.
Y aunque no recuerda si tenía nombre, sí se acuerda de que era un caballo bayo, un “bayito”. “Era un animal bueno”.
Y la pregunta surge sola.
¿Se animaba a andar por esos lugares desolados?
“Sí, señor. Sola iba y no tenía miedo. Claro que había peligro por las víboras y los animales grandes como el yaguareté. Nuestra forma de defendernos era ir con perros”. Es una sencilla manera de entender cómo hacía la gente en esa época para enfrentar los desafíos del monte misionero.
Claro que pensarlo en una niña, pequeña, flacucha, con latones de leche y a caballo ya cuesta un poco más…
“Esos eran unos perros fantásticos. ‘Venaderos’. Eran criados para eso y nos acompañaban. Y además, cada tanto podíamos comer carne de venado”, acota.
“Eso era bueno porque podíamos comer carne. Mi mamá era la que faenaba. Era muy rico. Lo cocinábamos con mandioca. Mi papá era cazador. Le gustaba ir a cazar los chanchos salvajes (los jabalíes). Y también comíamos tatú. Ellos salían de su agujero y parecía que rezaban para que no les matemos”, memora con nitidez.
-¿No le tenían lástima?
“¿Lástima? Hambre teníamos. Así que había que cazar para comer (carne)”.
Y también accedían a proteínas provenientes del río. Pescados. “Con red pescábamos. Había bagres, bogas, pero el salmón era mi preferido”.
Ya se sabe que hoy casi no hay más salmones en el río. “Teníamos una gran cantidad de pescados en la cocina y se los ponía a ahumar. Cuando estaban secos, los podíamos guardar en una bolsa y así comer pescado varios días, para toda la semana”.
Y agrega la rutina de una niña. “Me levantaba, hacía fuego, pelaba la mandioca (si es que no pelaba a la noche) lavaba y ponía a hervir”.
Cuando lo de los pescados estaban cerca del río. “Vivíamos en esa época en la zona de Ñacanguazú”. Se trata de un arroyo de aguas tumultuosas que desemboca en el Paraná.
De ahí conseguían tan buena pesca. Ahí cerquita está Santo Pipó y a unos pocos kilómetros –años después- comenzaría a desarrollarse la colonia Jardín América.
Consulto a la abuela Irene si había yerbales… “Sí, había. Mi abuelo trabajaba de tarefero. Y yo misma tenía que ayudar. Ellos iban cortando las hojas y las ramas de yerba y ahí estaba yo acarreando esos cortes a las ponchadas”, acota.
“Después venía el acopiador (de origen suizo) y llevan la yerba al acopio y así poder secar. Los que compraban eran una sociedad con integrantes suizos”.
Y, no. La formación escolar no estaba contemplada para Irene. “No fui mucho a la escuela. Tenía que trabajar y ayudar en casa”.
Así, la memoria de Irene trae el libro “Pininos”. En verdad este libro escrito por Pablo Pizzurno era para primer grado y existía en aquellas épocas. Irene no pudo seguir yendo a la escuela. Ahí con Pininos pudo aprender las primeras letras. Tuvo que volver a la chacra para ayudar en las tareas: ordeñar, acarrear la leche, ayudar en la tarefa, limpiar el rozado, cocinar o lavar la ropa. Y también cuidar a sus hermanos. Tuvo que aprender sola a leer y a escribir.
-¿Y cómo se arregla (por el tema de la lecto-escritura)?, le consulto hoy.
“Y,… deletreando nomás. Escribo y puedo firmar y hago negocios… de todo”.
Cambios y mudanzas
El periodista le consulta acerca de cuándo se mudan.
“Unos quince años después nos mudamos. Era más o menos 1936. A Corpus. Había mucho movimiento ahí. Compramos una casa. Y aún es de la familia. Allá nacieron dos hermanos míos. En Corpus (una guaina y un gurí)”.
-¿Su mamá se casó?
-Sí, se casó con Francisco Gasc, un señor de origen francés. Y vivieron en Corpus.
Y tiene un alto concepto de este papá del corazón.
-Él fue mi papá. Se encargó de mí.
Mi mamá era mala. Brava. “Me mandaba a hacer y si desobedecía… mamita. Me pegaba. Con garrote, cinto, piola. Con escoba dura. Lo que manoteara. Por mis piernas”.
-¿Y por qué será eso?
-Y porque yo era muy cabezuda. Y yo hacía de todo porque vivíamos en la chacra. Cuando estaban haciendo la tarefa o la cosecha de yerba, yo era la encargada de llevar la comida. Eran como diez hermanos (sus tíos) a los que les llevábamos la comida. Mi abuela era la que cocinaba y yo hacía el acarreo de lo que preparaba.
-¿Qué tipo de comidas hacía?
-Reviro, guiso, poroto. Lo que había.
-Maíz, ¿tenían?
-Sí. Plantábamos. Y batata… también.
Ahí brota una remembranza que le hace brillar los ojitos en el rostro. Es un buen recuerdo.
“Cuando era de noche, y nos íbamos a dormir se tiraba el rescoldo, los restos del fuego en el suelo. Ahí, yo enterraba las batatas. Y a la mañana siguiente tenía mis batatas bien asaditas. ¡¡Un manjar para el desayuno!!!”
-¿Con qué comía las batatas cocinadas?
-Lo acompañaba con leche. Teníamos vacas y cabras. Pero la leche de cabra NO me gustaba. Me daba asco.
-¿Y la de vaca?
-Y la leche de vaca tampoco era que me gustaba mucho. “Era argel (antipática, fastidiosa) mismo, para tomar leche, yo”. (risas).
Fumando espero
Y ahí surge uno de los temas tabú de la nota.
Su afición por el tabaco.
“Y, sí; empecé a fumar de criatura. A los cinco años. Mamá me mandaba lavar la ropa con la abuela. Y ahí ya armaba mis cigarros. A la orilla del arroyo. Con cuatro o cinco hojas”.
-Y ¿cómo prendía el cigarro?
-Bueno, era sencillo. Llevábamos el fuego para hervir la ropa. Y yo con eso, prendía mi cigarro.
-¿Y hasta qué edad fumaste?
-Y…hasta ahora…, lanza como un desafío. El pucho (el cigarrillo) lo dejé. Opaité (se acabó), dice en guaraní. Pero el cigarro, no.
En esa época era solo cigarro. Pero después siguió con cigarrillos.
En ese momento de la nota, llega su hija Aurora. Y sí, uno dice hija y piensa en una persona más bien joven. Pero, no. Aurora ya está en los jóvenes 80 años.
Y por lo bajo para que Irene no escuche, acota: “Aprovechamos que el Puente está cerrado y le decimos que ya no podemos comprar más cigarros para Mamá. Le decimos que no se consigue y así evitamos que ande fumando”.
No ha de ser fácil ser hija de Irene, la mamá cabezuda. Y más cuando reclama sus cigarros, piensa el cronista.
“De Corpus nos mudamos a Santo Pipó. De allí nos movimos a Puerto Gisela. Y luego nos trasladamos a (Colonia) Naranjito”, recuerda.
Resultaba evidente que Gasc junto a su familia se sentían cómodos en esa región. Pero siempre en movimiento.
Corpus, Santo Pipó, Puerto Gisela, Colonia Naranjito eran todos lugares de la zona. No había más distancia que unos cuantos kilómetros unos de otros.
Por allí transcurrieron la niñez, adolescencia y juventud de Irene Correa.
Ella nombra otro lugar: Puerto Chuño, pero de éste no hay referencia alguna en los mapas y demás ubicaciones. “Quedaba más para el lado de San Ignacio”, precisa Irene. En una palabra, seguían estando en la zona.
“Siempre papá haciendo fletes. Era fletero”.
“Y de Corpus nos mudamos a varios otros lugares. Siempre nos movíamos por ahí cerca. Mi papá era fletero. Tenía un camión y usaba para hacer fletes. De un lado a otro. Él hacía el acarreo de raídos, de yerba cortada. Atendíamos los yerbales de los colonos suizos de la zona. Esa era la tarea de él”.
Nueva vida, viejo vicio
Irene se había casado con Félix Benjamín Domínguez, un policía del antiguo Territorio Nacional. “Tenía 18 años cuando me casé”.
En realidad, no se casaron por ley sino que se unieron. Concubinato.
Y Aurora la hija sugiere que averigüe por qué no quiso contraer enlace civil Irene.
“Eran concubinos. Porque yo le dije a mi marido ‘yo no necesito tu apellido caracha para casarme’.
(Caracha es una especie de afección en la piel de los niños que viven en ranchos y lugares pobres. Por extensión ‘carachento’ era el poseedor de esas características. Uso despectivo, en general).
Y quedó Irene Correa, nomás. Pero el policía nunca la dejó.
Hoy en día, Irene se lleva bien con María Paniagua su cuidadora. Ella está hace seis años y ambas (viudas las dos) se sienten muy cómodas.
Se casó a fines de los años 30. Ella tenía 18 años. Un cuarto de siglo después ya era viuda con cuatro hijos: Aurora, Mario, Dora y José.
“Vinimos a Posadas. Nos instalamos en Villa Sarita”.
Y ahí una nueva vida.
“Empecé a trabajar en la CIBA (Compañía Introductora Buenos Aires) que se encargaba de proveer de cigarros toscanos a todo el país. Aunque la empresa contaba con otra fábrica localizada en Buenos Aires, la que perduró más fue la posadeña”.
Más para su vicio, además. Pero eran los cigarros Avanti más populares del país. Los toscanos eran los preferidos de los inmigrantes italianos que poblaban Buenos Aires, Santa Fe y otras regiones del país.
En 1958 comienza a funcionar en Posadas. Estaba ubicada sobre la avenida Roque Pérez. “Teníamos la tablita y la medida. Y se cortaba con cuchillo”.
“Había muchas mujeres trabajando allí. Trabajaba ocho horas. Y había una hora para comer al mediodía. Ya vivía en Villa Sarita.
En ese momento, Irene baja la voz y protesta contra las mujeres casadas que aparentemente conoció en ese lugar. “Las mujeres que tienen maridos son las más p…” Todos los que la conocen saben que ella tiene su carácter y no se va a callar.
“Sí, de veras… a la casada le gusta el p… ajeno”, dice con una sonrisa pícara. Se ríe con ganas.
El cigarro era la marca “Avanti”. Eran los toscanitos.
Se enviaban en cajitas de diez unidades. Con las medidas. Los toscanos eran los preferidos.
La historia de CIBA en Posadas se extendió a 1968. Ahí la firma que databa de inicios de siglo por el avance de los cigarrillos se rindió. Sin embargo, en Misiones gran productora del tabaco Criollo Misionero (y principal componente de Avanti), otros inversores decidieron continuar con el proyecto. Se denominó Alfader.
Quien esto escribe llegó a conocer el gran galpón donde estaban las elaboradoras de cigarros. Todas mujeres. En los años 90, Alfader aún funcionaba y es como se ve en la fotografía puesta anteriormente. Allí trabajó Irene Correa.
“Papá fumaba cigarro de hoja o de paia…”
-¿Cuál es el de paia…?
-Es el que se envuelve con la chala (las hojas que protegen el choclo) Es un término de origen brasileño (palha): se corta y se pica el tabaco y se lo envuelve en la hoja del marlo de choclo y recién ahí se fuma. Ese es el cigarro de paia, o palha.
Pero eso yo no había cuando vivía en Posadas. “Yo fumaba el cigarro. No la palha”.
Que de paso, puede agregarse e inferirse que es el paso previo camino al cigarrillo. Se muele el tabaco, se lo mete en un tubo (de papel, en ese caso) y se lo pone en un paquete. Listo. Una de las industrias tope del siglo XX está por llegar.
-¿Cuantos años trabajó en CIBA?
-Muchos. Yo me jubilé ahí. Habré estado cerca de 30 años
Y hace un balance: “Nos vinimos a vivir a Posadas con mi marido. Mis padres quedaron en Santo Pipó. Mamá vivió muchos años. Y mis abuelos vivieron mucho también. Son todos longevos”.
Entra Aurora. Saluda correctamente.
Tuvieron la casa en Villa Sarita.
“Sí, la mandamos a hacer. Papá seguía siendo policía. Ya había pasado a ser policía federal”, precisa Aurora.
El fallece alrededor de los años 60. “Hace más de 60 años. Y mamá continuó cobrando la pensión de papá”.
Autora da el dato: “Ella le juró a su marido antes de que él muriera, que solo iba a criar sus hijos y que no se iba a casar de vuelta que jamás de la vida iba a casar”.
Y María dice con picardía porque entiende a la abuela Irene:
-Pregúntele y que le cuente ella.
Irene: ¿Qué es lo que dice ella?
Periodista: ¿Qué fue lo que le prometió a su marido?
Irene: Que yo no me iba a casar de vuelta y que ya no iba a querer otro p… (risas).
El final es el comienzo
Los carteles van a quedar todo este año.
Irene es pequeña. Nunca ha sido demasiado robusta. Es pura fibra. Aunque hay algunas fotos donde se la ve más “rellenita”, pero no mucho.
-¿Qué te gusta comer?
-De todo. Lampreado, por ejemplo, me gusta mucho
Y Aurora: “Sí, eso vine a hacer hoy…
El cronista sabe que es rico pero quiere que le recuerden cómo se hace.
La propia María aporta. “Carne bien cortadita, con cebolla, morrón, ajo. Se le deja macerar un rato y se prepara una masa con harina y se hace como una marinera. Pero no es marinera. El sabor no es lo mismo”.
-Sí, eso voy a comer hoy. Lampreado con mandioca. Y ponga que me gusta tomar vino. Sí, señor. Vinto tinto.
Hasta champán bebió para su cumple. Claro. No se festejan cien años todos los días.
Ahí va Irene, pequeña, envuelta en sus frazadas, mirando televisión y hablando bajito. Cien años. Nada menos.
Un testimonio vivo de lo que fue vivir en el interior de Misiones en el siglo pasado.
Emocionante relato!!! Felicitaciones!!!