Tsutomu Yamaguchi sobrevivió a dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki. El 6 y el 9 de agosto de 1945 fue testigo, víctima y sobreviviente del bombardeo en ambas ciudades. El shock traumático lo dejó mudo. Pero 50 años más tarde recuperó el habla y denunció. Japón demoró 64 años en reconocer su caso y otorgarle un seguro de salud y un funeral gratuito, su única recompensa.
Harry Truman era un norteamericano campechano que en su juventud arreglaba todo a golpes de puño y tiros. Sin complicaciones. Había llegado a la vicepresidencia de Estados Unidos por esos clásicos arreglos (‘mandioqueos’ dice el misionero) de los políticos que mezclaban dólares, influencias y votos. Solo que ahora el presidente Franklyn Roosevelt había muerto y la II Guerra Mundial estaba en un punto culminante. El Eje se había rendido. Solo quedaba Japón que resistía y le dijeron a Truman: ‘Tenemos un arma nueva. Se llama bomba atómica. ¿La usamos?’
Y el hombre campechano volvió a su juventud.
Y Estados Unidos dejó caer dos bombas sobre sendas ciudades japonesas y esperaba que el Imperio del Sol Naciente se rindiera.
Cualquiera puede preguntarse ¿por qué no lanzaron sobre el monte Fuji y listo? Pero las cosas no ocurrieron así.
Tsutomu Yamaguchi fue un ¿afortunado o no? El destino se empecinó con él.
Yamaguchi era ingeniero naval. Los primeros días de agosto de 1945, Yamaguchi tomó el tren que unía su ciudad natal, Nagasaki, con Hiroshima, para cumplir con sus obligaciones laborales.
El 6 de agosto de 1945, cuando las tropas estadounidenses, sin previo aviso, arrojaron una bomba nuclear con 63 kg de uranio sobre Hiroshima, él estaba caminando por la calle, a tres kilómetros del epicentro de la explosión. Vio caer algo desde el aire, sintió un tremendo ruido ensordecedor, todo se cubrió de una nube roja y negra.
Vio fuego, más oscuridad, piedras y muros que volaban por el aire, casas enteras que se despedazaban en astillas, vidrios pulverizados, puertas enteras tragadas por las bocas del fuego, antes de poder comprender qué sucedía a su alrededor, aspiró el agrio humo negro que lo asfixiaba y se desplomó sobre el asfalto.
En algún momento abrió los ojos y no vio nadie a su alrededor, todo era devastación. Yamaguchi no sabía dónde estaba. Dejó pasar las horas sin moverse, hasta que logró sorprenderse de estar con vida. Los oídos le zumbaban y estaba sordo. Se sacó de encima los escombros que lo sepultaban e intentó levantarse del suelo. A su alrededor todo eran hierros retorcidos y bloques de piedra. Movió penosamente algunos bloques para encontrar otros sobrevivientes. Se tambaleó sobre algunos cuerpos muertos y escuchó lamentos; no sabía si eran reales.
Tenía los tímpanos perforados, los ojos cubiertos con un velo de sangre y el torso abrasado. Esa noche y algunas más, Tsutomu Yamaguchi estuvo en una tienda improvisada para los heridos. Sin poder salir de su asombro veía cuerpos mutilados, torsos que en segundos habían devenido sólo huesos y piel; imágenes del Apocalipsis.
A los dos días huyó despavorido del lugar y subió al tren que lo llevaría de regreso a su casa en Nagasaki, a 300 kilómetros de allí, rumbo al sudoeste.
Se refugió junto a su familia, les contó el horror que había vivido, la pesadilla de la que había logrado despertarse.
Dos días más tarde, Yamaguchi retomó su trabajo en Nagasaki: dibujó planos, diseñó barcos, firmó contratos… la vida parecía seguir.
El 9 de agosto, apenas tres días después del primer horror, llegó el segundo, a las 11. Otra detonación nuclear, otra bomba caía del cielo y estallaba, ahora en Nagasaki. La tierra temblaba, el día se ensombrecía y Tsutomu Yamaguchi creía delirar.
Una vez más, el destino quiso que estuviera a 3 kilómetros del centro de la explosión, sin embargo, la muerte volvía a rodearlo: los edificios ardían, la tierra temblaba, todo era una danza del fuego y la ciudad animada ahora era un vacío. Y silencio.
Yamaguchi creía que estaba dentro de una pesadilla y otra vez se desmayó. Y otra vez sobrevivió.
Y lo que siguió fue un shock traumático que se tradujo en un largo silencio de días, semanas, meses e incluso años. Toda su familia estaba irradiada, traumatizada, como su país.
Durante años, la pesadilla de esa explosión lo atormentaba en sueños. La bomba nuclear seguía detonando en su cabeza y se veía sólo asomándose a un abismo negro, silencioso y candente.
La bomba de Hiroshima asesinó a 80 mil personas en forma instantánea y dejó otros tantos heridos. En el epicentro, sobre una clínica quirúrgica, el suelo ardió a 1.000.000º C (un millón de grados centígrados), pero la bola de fuego irradió en un diámetro de 280 metros, a 3.500 ºC. En ese mismo instante, el 90% de la población murió calcinada, en en un radio de medio kilómetro.
A 1,5 kilómetro del epicentro, murió el 35% de la población; a 2 kilómetros del centro, murió el 10% de la población.
Nube negra
Ese trauma silencioso lo enmudeció durante 50 años. De la guerra y la explosión nuclear no se hablaba.
El 6 de agosto de 2005, al cumplirse 60 años desde la tragedia de Hiroshima y Nagasaki, algo se rompió en él y Tsutomu Yamaguchi salió del silencio. Se rebeló y, a los 89 años, comenzó a hablar de la peor experiencia de su vida.
Recorrió varias ciudades en diversos países y llegó hasta la Organización de las Naciones Unidas describiendo el horror. Comprendió que ese había sido la razón secreta de su doble supervivencia: promover la paz narrando los estragos de una guerra nuclear.
El 16 de marzo de 1916 nació Tsutomu Yamaguchi, el único japonés que según el registro oficial de ese país, fue testigo, víctima y único sobreviviente al mismo tiempo, no de una sino de dos bombas bombas nucleares, las que las tropas de Estados Unidos arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki.
Fue a la vez testigo y víctima del poder destructivo de las armas nucleares. Sin embargo, recién en el año 2009, 64 años después de la tragedia que partió al mundo, al archipiélago de Japón y a su propia vida en dos, el gobierno de Japón reconoció oficialmente que Tsutomu Yamaguchi era hibakusha, un sobreviviente de la radiación.
Con paciencia oriental, Tsutomu esperó hasta 2009 a que su país natal reconociera oficialmente su exposición a la radiación nuclear. El único beneficio económico que eso le proporcionaba era una cobertura de salud y un servicio fúnebre gratuito. El 4 de julio de 2010 falleció de un cáncer de estómago.
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