Un relato ficcional intenta llevar la pasión por la selva que hay en Misiones. Y cómo se puede cuidarla. Y cómo los “espíritus del bosque” siguen cuidando.
“¿Por qué el espíritu de la selva?”, se pregunta Eduardo Torres acerca del cuento que además le dio título a su libro.
“Existe una verdad incontrastable y es la desaparición de la selva apenas frenada por las creaciones de nuevos parques provinciales y reservas privadas. Nuestra provincia creció en función de la destrucción del monte nativo, que se transformó en un duro rival, en un enemigo de las colonizaciones planificadas y las intrusiones”, argumenta.
Aquí aparece una práctica cultural que viene de lejos y que no sólo está vinculada a la llegada de los colonos. El rozado o quema a ras de suelo para empezar la agricultura.
“El fuego fue la herramienta fundamental que doblegó el monte y destruyó la biodiversidad extraordinaria e irreemplazable. A todo esto, se sumó la extracción indiscriminada de madera por parte de los industriales sin criterios y en el mayor de los casos, sin respetar las legislaciones vigentes ni contemplar algún tipo de racionalidad conservacionista”.
En este punto, aporta. “Tuvimos leyes excelentes elaboradas por un conjunto de profesionales muy capaces, amantes de la selva, de su explotación racional y conservación, pero fueron insuficientes; el monte fue desapareciendo y para salvar el remanente y recuperar lo que se pueda, es necesario crear “conciencia”, y ese es el mensaje del cuento ‘El espíritu de la selva’”.
La normativa y sus castigos existen. Pero según Torres, no son suficientes. “La represión para regular no alcanzó y nunca fue efectiva; no es el momento para buscar responsables, a cada uno nos toca una parte y el camino más difícil y efectivo es crear conciencia conservacionista. Esa es la misión de la nueva raza humana que se propone en el cuento”.
Todos pueden hacer algo
Para Torres, el mensaje implícito de su historia es que cada uno de nosotros haga, salvando las diferencias, lo que hacen algunas plantas y algunos miembros de la fauna, como la serpiente de cascabel: “hay plantas cleistogámicas que se fecundan antes de que se abra la flor, se autopolinizan; y también existen los ovovivíparos, como el ofidio que nombramos, que desarrolla el embrión dentro del huevo en su interior y cuando se cumple el proceso en vez del huevo expulsa las pequeñas serpientes. Para defender a la selva cada uno de nosotros tiene que elaborar un proceso de transformación interna para reproducirnos como un nuevo ser mental, la nueva raza de humanos conservacionistas que comenzaron Deca e Yvoty”.
El espíritu de la selva
El rancho se mimetizaba con la frondosa y enmarañada vegetación que lo rodeaba. Enormes árboles pugnaban entre sí para crecer más y así recibir mayor cantidad de energía solar que les permitiera sintetizar los alimentos que sustentaban esos colosos de la selva. Tal vez en el pasado, durante alguna tormenta, un rayo habría caído sobre uno de esos árboles y despejó el lugar donde el rancho, construido con barro y productos de la selva, se erigía. Lo rodeaba un pequeño patio, donde el rojo de la tierra contrastaba con la gama de verdes de la selva que, en los inicios de la primavera, se engalanaba con el rosado de las flores de los lapachos, el amarillo del ibyrápytá o los múltiples colores de los numerosos capullos de las enredaderas y orquídeas. A un costado del singular rancho, en un corral construido con gruesas tacuaras, cloqueaban unas escuálidas gallinas ambientadas al lugar y que seguramente brindaban algunos huevos y tal vez un poco de carne para el sustento de quienes moraban en él.
De pronto y para mayor contraste de la expresión de la naturaleza en sus diferentes colores, apareció el hombre rubio que salía del rancho, de casi metro noventa de altura; de anchos hombros y ojos de un notable color azul. Tuvo que agacharse para salir de su hogar, que aparentaba quedarle chico. En sus enormes y gruesos brazos portaba un hacha, seguro iba por leña. Si en vez de su considerable tamaño tuviera un pequeño porte, se lo podría considerar el Yasy Yateré, pero sin dudas, dejando de lado las posibles comparaciones resultaba muy extraño ver a un hombre con un claro origen europeo en medio de la selva subtropical.
Todavía era temprano; el vaho de la hojarasca en descomposición y la propia transpiración de los innumerables vegetales que convivían se elevaban como volutas por encima de la tupida floresta.
De la vivienda emergía una columna de humo que pronto desaparecía cuando se confundía con el vapor de la selva. Por la misma abertura por donde salió el gigante rubio apareció una mujer de mediana edad y de belleza destacable; su largo pelo negro contrastaba con la piel blanca y la ropa holgada que vestía no podía disimular la esbeltez ni las curvas de su cuerpo. En su rostro, sumamente atractivo, se destacaban sus ojos enormes y negros; en sus manos llevaba una vieja pava negra y un mate de porongo, de cuya abertura salía una vieja bombilla de plata decorada. Mientras se acercaba al lugar donde su hombre golpeaba el cerne de los árboles para obtener la leña que necesitaban, volcó un chorro de agua caliente de la negra pava sobre la yerba que contenía el porongo y ofreció el mate servido a su compañero, diciendo:
–Ya está el mate, Edmundo…
–Gracias, Umbra, no te hubieses molestado. Volvamos adentro que ya llevo la leña –dijo mientras devolvía el mate y preguntó:
–¿Se levantó Ivoty?
–Sí, desde hace rato. Ya la conocés. Está alimentando a sus guachitos que recogió del monte –contestó Umbra con dulzura, cosa que sucedía cada vez que se refería a su hija Ivoty.
–Ella fue así desde pequeña. Hablando de Ivoty, ahí viene –dijo Edmundo, mirando con amor a su hija, que salía del rancho. La aparición de Ivoty hizo que la expresión de sus padres se dulcificara.
La selva enmudeció unos segundos ante la sonrisa de los padres que recibían a su hija y luego, como si saliera del letargo de la sorpresa y del mutismo producidos por la presencia de Ivoty, se oyó la combinación de sonidos más extraordinaria emitida por los múltiples cantos con silbidos estridentes y graznidos melodiosos, que creaban junto a la expresión de los demás animales una sinfonía natural que conmovía a toda la selva, como si fuese una oración de fe en su futuro. Ivoty sonrió a sus padres y luego miró hacia uno y otro lado, agradeciendo el concierto que le brindaban sus amigos, las criaturas del monte, mientras que a su alrededor volaban numerosas mariposas multicolores, abejas, abejorros, picaflores que, en su conjunto, cortejaban su andar principesco, como si valoraran su extraordinaria belleza y destacable carisma. Era más alta que su madre, el pelo negro y la piel más oscura hacían resaltar sus fulgurantes ojos azules, sin dudas heredados de su padre, el gringo Edmundo. Su cuerpo virginal y melodioso tendía a la perfección, el rostro hermoso armonizaba con la sonrisa cautivante y su andar era elegante y natural.
–Hola, mamá, hola, papá…–dijo Ivoty, saludando a sus padres con voz encantadora.
–Hola, hija –contestaron al unísono ambos.
–¿Ya atendiste a tus protegidos? –preguntó Edmundo.
–Solo me preocupa la cría del mbaracayá1 , es muy pequeño y cuesta alimentarlo, pero el erizo y el kirikiri2 creo que puedo soltarlos para que vuelvan al monte. Están sanos.
–Extraordinario el trabajo que hacés con esos animalitos. Se percibe que debés poseer un don especial.
–Puede ser –respondió Yvoty.
–De cualquier modo, me gusta curarlos y ayudarlos para que vuelvan a su ambiente. Los tres se sentaron sobre unos troncos que hacían de bancos y compartieron el mate que cebaba Umbra, que se dirigió a su hija y le dijo:
–El concierto que brindaron tus amigos fue más entusiasta que los anteriores. Con un leve gesto de preocupación se preguntó si aquello tendría algún significado. Mientras tanto, cada vez que el agua de la pava se enfriaba, Umbra la calentaban en el fogón, al que arrimaban unos trozos de leña para mantenerlo encendido. Ivoty se levantó, tomó un enorme porongo y comunicó a sus padres que saldría a pasear y aprovecharía para traer agua fresca de la vertiente.
Con su andar elegante caminó por un trillo que atrevidamente penetraba en la selva, desflorando su virginidad. En ella coexistían miles y miles de especies diferentes de seres vivos, entre las cuales Ivoty era intrínsecamente una más. Su andar era pausado y discontinuo.
Todo la entusiasmaba y con todos se comunicaba, ya fuera con palabras o con la energía de su aura que se entrelazaba íntimamente con la energía de las demás criaturas selváticas.
Cada descomunal árbol formaba un hábitat particular; sobre la corteza de algunos se distinguían manchas blancas que indicaban la vida de los líquenes; más arriba, numerosas plantas, tal vez más perezosas para elaborar sus propios sustentos, se aferraban al tronco como amantes desesperados. Los claveles del aire, el casco romano y numerosas variedades de orquídeas, todas ellas agradecidas, demostraban sus sentimientos embelleciendo al árbol con sus más coloridas y bellas flores.
El guaymbé, de enormes hojas lustrosas y de un fruto tubular amarillo y dulce solo se posaba sobre los gruesos tallos o en la bifurcación de las ramas. Sus numerosas raíces en forma de lianas colgaban para llegar al suelo y absorber nutrientes del humus que producían los vegetales en descomposición. Las distintas especies de la fauna, invisibles muchas veces en medio de la maraña, aparecían sorprendentemente para saludar a Ivoty.
A cada una la muchacha le dirigía una amable palabra, una sonrisa o una simple mirada, y a veces la comunicación era a través de la energía de cada uno. De pronto, el silencio que se produjo advirtió a Ivoty que algo había sucedido, pero sin darle mayor importancia se dirigió hacia el ojo del agua, una vertiente natural rodeada de variadas especies vegetales.
Entre ellas se destacaba el pindó, una alta palmera de cuyas enormes hojas con foliolos partidos colgaban innumerables nidos ovoides de los boyeros, quienes alegremente quebraban el silencio de hacía unos instantes con su crac, crac. Cuando Ivoty se inclinó, percibió la transparencia del agua y las pequeñas ondulaciones en forma de diminutas olas que señalaban el constante fluir del líquido.
Con sus manos a modo de cuenco cargó agua y bebió, sintiendo la frescura y cómo algunas gotas se deslizaban por la comisura de sus labios. De pronto, el silencio imperante se rompió y la sinfonía de sonidos que había oído esa mañana se potenció; experimentó una sensación desconocida. Sintió que alguien la observaba. Al voltear su cabeza se sobresaltó y se puso de pie, sorprendida: frente a ella, un joven de singular belleza, semidesnudo, rubio, de cuerpo atlético, la observaba sonriente.
A su alrededor, los numerosos colibríes se sostenían en el aire con el frenético movimiento de sus alas, mientras otros pájaros volaban a su alrededor, cruzándose con mariposas, avispas y demás insectos. Variados animales, como venados, pecaríes y felinos, todos tranquilos y en paz, se sentaron cerca del joven, que continuaba sonriendo a una impresionada Ivoty, quien atinó a decir: –Hola… –Hola, Ivoty –contestó el joven, con una voz que causó un dulce estremecimiento en la muchacha.
–¿Cómo conocés mi nombre? –preguntó, intrigada.
–Conozco todo sobre vos.
–Nunca te vi. No podés conocerme… ¿quién sos?
–Me llamo Deca…
–¿Deca? –dijo Ivoty, y agregó–: es un nombre raro, ¿dónde vivís?
–Muchas preguntas juntas –dijo Deca y continuó–: Voy a contestarte la primera. Deca, en el antiguo idioma griego, significa “diez”… Nuevamente fue interrumpido por Ivoty, quien le preguntó:
– ¿Cómo vas a tener un nombre que significa un número?
–En realidad, Deca o diez, son los días que tengo para cumplir con la misión que me encomendaron.
–¿Misión?… No entiendo lo que decís. ¿Quiénes te encomendaron?
–Creo que voy a sorprenderte más aún, soy el espíritu de la selva… Ivoty, con la boca entreabierta, mostraba su asombro. –… y me corporicé para que juntos concibamos un hijo. En diez días debo cumplir con la misión encomendada.
–¡Concebir un hijo conmigo! ¡Estás loco! –dijo Ivoty, sorprendida y un poco enojada.
–Comprendo tus sentimientos, pero te ruego que me escuches. Vamos a sentarnos y voy a explicarte –dijo Deca, mientras que con su brazo extendido tomaba con delicadeza la mano de Ivoty, quien sintió que la calidez invadía su cuerpo y sumisa, caminó a su lado.
Escoltados por todas las criaturas de la selva se dirigieron hacia un grueso árbol caído que usaron como asiento. En ningún momento Deca dejó de sostener la mano de Yvoty. Con sabiduría, dejó que el silencio los envolviera. Ella, confundida e inmersa en una mezcla de sensaciones, reflexionaba. Racionalmente se planteaba como una locura la idea de Deca, por quien sentía una incomprensible atracción, pero su conciencia le indicaba que su propia vida estaba colmada de sucesos inexplicables y todos relacionados con la naturaleza.
–Nuestro hijo –dijo Deca interrumpiendo el silencio– será el primer miembro de una nueva raza de seres humanos cuya misión en su vida será la defensa y conservación de la selva…
–Pero… –Ivoty dudaba sobre lo que quería decir, y solo continuó hablando luego de una prolongada pausa–. Pero… ¿podrá él solo impedir que avancen con la destrucción de nuestro monte? Tiene que haber alternativas, afirmó.
–Hemos probado con nuestros recursos, que inequívocamente son insuficientes. Ante cada rozado que hacen para sus cultivos inmediatamente enviamos a nuestras vanguardias para que se arraiguen a ese suelo arrasado. El fumo bravo, a pesar de que se esfuerza junto al loro blanco5 y otras especies para crecer rápido y regenerar el bosque, es destruido una y otra vez por los colonizadores y ahora por las empresas que nos reemplazan por bosques artificiales. Hemos perdido todas las batallas y solo nos resta comenzar esta nueva raza de humanos cuya misión será la de crear conciencia colectiva en defensa de nuestra subsistencia, para evitar la derrota total y nuestra desaparición.
–¿Por qué yo? ¿Por qué me eligieron a mí?
–Porque no estás contaminada con la modernidad y ¡sos selva! Una más de nosotros.
–Estoy confundida… Creo que me debo a la selva y estoy dispuesta a defenderla, pero pienso en mis padres y el disgusto que tendrán.
–Comprendo tu confusión, Ivoty, pero puedo asegurarte que no tendrás inconvenientes con ellos.
–¿Cómo podés estar seguro?
–Porque no soy el primer enviado para esta misión, Ivoty.
–¿Cómo que no sos el primero? No entiendo.
–¿Te preguntaste alguna vez la razón de la relación tan especial que mantenés con cada criatura de la selva?
–¿Qué me estás diciendo, Deca?
–Tu madre fue enviada por los espíritus de la selva con la misma misión y debía concebir un hijo con tu padre de origen europeo, porque fueron ellos los que comenzaron a invadirnos para cultivar la tierra. Luego la invasión y destrucción fueron masivas.
–¿Entonces yo pertenezco a esa nueva raza de humanos?
–En realidad no. Tu comportamiento conservacionista es impecable, pero el don para crear conciencia se perdió cuando tu madre, por amor a tu padre y para no abandonarte renunció a volver como espíritu de la selva.
–Pero si volvía me abandonaba –dijo Ivoty compungida.
–Sí, ese era el plan, tu padre con el tiempo se casaría con otra mujer y vos ibas a comenzar a crear la conciencia que necesitamos en toda su comunidad…
–Puede suceder lo mismo con nosotros.
–No debe suceder lo mismo. El costo sería muy alto y no tenemos más tiempo para evitar que nos arrasen. Ambos quedaron en silencio. Ivoty meditaba sobre la más extraña conversación que había tenido en su vida y Deca, paciente, la miraba y se regodeaba con su belleza y personalidad.
–Demos un paseo –dijo Ivoty, y tomados de la mano se levantaron del tronco y caminaron hacia la profundidad de la selva, siempre escoltados por todos los seres del monte. Algunos volaban alrededor de ellos, otros, como el tucán, con sus graznidos destacaba su presencia en las copas de los árboles. El silbido del Yasý Yateré, que con su tonada describía su nombre, mereció el comentario de Ivoty, quien dijo: –Tan melodioso su silbido y resulta incomprensible el temor que produce en aquellos que nos invaden.
–En realidad, el Yasý Yateré, el pombero, el curupí y todos los seres mitológicos los creamos nosotros para causar temor y frenar la invasión, pero sin dudas no fue suficiente.
Mientras caminaban, la comunión entre ambos se profundizaba como si se hubiesen conocido de toda la vida y en realidad, así era. Él era el espíritu de la selva e Ivoty era una parte de ella. Pero cuando el espíritu se corporizó en Deca ya no pudo evitar sus debilidades de humano y de hombre.
La atracción y los sentimientos que le generaban Ivoty tendían a arrasar con su voluntad y ella, subyugada, estaba dispuesta a someterse al imperativo acto que le demandaban. En realidad no sería un sacrificio, es más, deseaba concebir un hijo con él.
Continuaban caminando por la selva y sus voces y risas se sumaban al bullicio encantador de los animales, quienes felices y esperanzados observaban cómo el plan del espíritu de la selva se encaminaba hacia un sendero de esperanzas para todos ellos.
Disfrutaron del suave sabor del ingá, del particular y dulce fruto de la guabiroba y ante cada planta, Deca agradecía por ofrecerles generosamente sus frutos. Así fue que llegaron a un macizo de plantas de guaymbé que crecían sobre unos troncos en descomposición. De muchas de ellas se erigía el fruto amarillo semienvuelto en una cápsula verde, que resultó una tentación irresistible para ellos.
Deca pidió permiso y agradeció a la planta; luego arrancó un fruto y lo acercó a Ivoty, quien tomó una parte con su boca. Él también hizo lo mismo,y ambos saborearon y dejaron que parte del líquido amarillo se deslizara por sus barbillas. Impulsados e incentivados por el guaymbé, que hizo su aporte para la subsistencia de todos, unieron sus bocas saboreando la fruta, pero por sobre todas las cosas saboreándose a sí mismos.
El contacto de sus bocas y el sabor de la fruta resultaban insuficientes. No existía misión alguna en esos instantes, solo ellos y el deseo casi desesperado los impulsaba a buscar la concepción del creador de conciencia. El humus blando en descomposición producía el calor adecuado para recibir sus cuerpos enardecidos y entrelazados después de que Ivoty se despojara de su túnica, manifestando el cuerpo virginal y tan sobrenatural como el de Deca.
Se invadieron, se exploraron y amaron hasta explotar de placer y de vida, una y otra vez, y en cada unión de sus ávidos cuerpos fueron tejiendo una peligrosa e ineludible trampa, y así fueron enredados en el amor. El sentido que cada criatura de la selva posee advirtió el peligro y de la algarabía bulliciosa de la esperanza pasaron a un tenebroso silencio que no pasó desapercibido para los amantes del monte.
Desnudos y saciados descansaban, mientras la esperanza de la selva comenzaba a crecer en las entrañas de Ivoty.
–Me voy –dijo con determinación Deca.
–¡No… no! –expresó Ivoty, angustiada, y agregó–: tenemos diez días para estar juntos.
-No, puedo –dijo Deca con la misma angustia de ella.
–¡Te amo! –Yo también te amo y por eso tengo que volver.
–Por lo menos quedate los diez días.
–¡Por favor… no me pidas y deja que vuelva! Si permanezco un momento más no tendré la voluntad suficiente para vencer el amor y seremos responsables de la desaparición de la selva. ¡Adiós, Ivoty, adiós, amor! Ivoty despertó al borde del ojo del agua y creyó que había tenido un sueño. Luego supo que estaba gestando al hijo de ambos, el hijo de la Selva. Triste y observando a su alrededor gritó: “¡te amo!”.
NUEVE MESES DESPUÉS
Umbra se inclinaba entre las piernas abiertas y encogidas de Ivoty y el enorme vientre se movía en el esfuerzo por alumbrar al hijo esperado, el creador de conciencia. Afuera el mutismo tenso de la espera llenaba de ansiedad la selva y a sus criaturas. Cuando el llanto del bebé quebró el silencio, renació la sinfonía natural de sonidos, silbidos, graznidos y en el fondo, el rugido del tigre se hizo sentir. Todos juntos anunciaron que había nacido la esperanza. Adentro, en simultáneo con el llanto del bebé, Yvoty decía:
–¡Deca… Deca! Siempre te amaré.