Eran tropas paulistas que venían a buscar esclavos. Se llamaban “banderas” o bandeirantes. La resistencia de los guaraníes fue recia y la estrategia de luchar por defender sus vidas fue vital para echarlos definitivamente de estas tierras. En El Tesoro de los padres, un capítulo dedicado a cómo eran esas luchas
En el resumen de lo publicado hasta ahora en forma de folletín semanal, vaya la enumeración de los capítulos y su descripción.
Breve descripción de los capı́tulos ya publicados
1 – Por los caminos del Señor Tadeus – En 1768 Un jesuita de la Misión
de Santa María va a partir hacia San Ignacio mientras los paulistas que
buscan esclavos se preparan para atacar la Reducción
2 – Territorio pirata – En la actualidad, Zosa Guarencio es un capo de la
marihuana y está enojado con las autoridades argentinas porque “no
cumplen sus pactos”. Y busca realizar una acción vengativa: secuestrar la hija de un Prefecto
3 – La sartén y el fuego – Linda Celeste (17) es la hija del Prefecto que
acaba de ser secuestrada. Primero no toma conciencia de la situación y cree que ha sufrido un accidente mientras iba a la escuela
4 – Integrado y vital – Gilles Bechardié es un camarógrafo de la TV
francesa que tiene la posibilidad de venir a filmar en Sudamérica un
documental sobre las Misiones Jesuíticas. Está entusiasmado porque espera hallar tesoros ocultos
5 – La selva tiene muchos ojos y algunas miradas – Próximo a desatarse la batalla entre los esclavistas portugueses y los habitantes de la misión Santa María, un cura jesuita tiene que partir y lleva una carga valiosa en sus alforjas.
6 – La familia del Prefecto Gómez Cervinho recibe una llamada de los captores de su hija. A nivel de cancillería el caso empieza a trascender pero los medios aún no se han dado por enterados.
Capítulo 7
“Ora pro Nobis…”
“Nuestros sueños son muestra de la gran independencia del alma, que el poder del dormir no logra abatir ni apaciguar. (…) En segundo lugar, los sueños muestran la agilidad y perfección que son propias de las facultades de la mente cuando está desligada del cuerpo. (…) Lo que deseo destacar es lo divino del poder del alma capaz de producir su propia compañía. Conversa con innumerables seres de su propia creación. Ella es su propio teatro, su actor y su espectador (…) No creo que el alma se desligue enteramente del cuerpo. Basta con que no esté hundida con exceso en la materia o que no se encuentre embrollada y perpleja por la máquina de la vigilia”.
Joseph Addison – The Spectator
Inicios de 1768.
Tadeus Rainert realiza el tramo por las selvas del Guayrá que unen Puerto Santa María sobre el río Uruguay y San Ignacio Miní. Va con una veintena de guaraníes. Llevan la carga a lomo de mulas.
Los mamelucos atacaron Santa María e incendiaron la Reducción. Mataron al padre Balterra y solo dejaron humo y maderos humeantes. No pudieron capturar indios excepto unos viejos desdentados que sólo esperaban morir antes de ser capturados, pero no había quedado nadie de los propios que los ultimara.
Al recibir los comentarios de un vigía que tenían en el monte, éste les informa que el grupo de Rainert había partido tres soles antes rumbo al poniente. En ese mismo instante un pequeño grupo comando se lanza a la persecución del jesuita sobreviviente.
En Santa María, el ataque se inició a la madrugada siguiente de la partida de Rainert.
La emboscada en una pequeña curva del río pudo morigerar en parte la embestida inicial. Pudieron hundir algunas canoas de bandeirantes y hasta lanzar las pelotas de fuego. Pero los mosquetes y arcabuces fallaron. No el valor de los guaraníes sino las armas mismas que no percutían ni se disparaban.
“Han pasado muchos años desde la última vez que se usaron”; pensó el padre Sancho.
El sistema de lanzar bolas de fuego (pelota tatá, llamaban los indios) funcionó más como un disuasivo pero también produjo un impacto negativo en los visitantes ingratos.
Sí funcionaron las flechas lanzadas y así pudieron eliminar varias decenas de hostigadores antes de que pisaran el suelo firme.
Allí, con ondas y bracamantes, arcos y flechas, lanzas y facas los indios se preparaban para resistir.
Fueron tres días de empellones, de avances y retrocesos. De ataques furiosos por parte de portugueses enardecidos y defensas con todas las fuerzas de los guaraníes. Cuando un bandeira caía, hasta las mujeres y niños corrían a despellejarlos. El griterío era infernal hasta que el desdichado moría degollado, emasculado, mordido y arañado.
Al segundo día, en una tregua, los paulistas enviaron una nota con pedido de rendición que fue rechazada de plano por los caciques con anuencia del Padre Balterra.
Nadie confiaba en las intenciones de los paulistas ya que si habían viajado tantos kilómetros no sería para hacer arreglos. Lo único que buscaban era llevar su carga humana. Y bien sujeta. Los guaraníes no eran de buscar porfías ni pendencias, pero en esta ocasión, los paulistas no esperaban tanta resistencia, ya que los padres debían marcharse. Pero se habían equivocado. Y aquí estaban: pugnando por ingresar a esta misión para capturar vivos a sus moradores. Pero el desafío no iba a ser sencillo.
Una vez que pudieron franquear el portón principal, los atacantes iniciaron una dura avanzada. En ese punto, el contraataque fue furioso. La lucha cuerpo a cuerpo terminó generalizándose. Aunque los atacantes contaban con más armas de guerra, el problema era que una vez disparadas, la recarga era muy lenta. Se colocaba la pólvora, la estopa y la llave de mecha con bala o bola de plomo hasta lograr percutir el disparo. En una palabra, se disparaba una vez y luego las hostilidades se dirimían en el plano de la lucha cuerpo a cuerpo. Allí, ya las armas de fuego perdían su utilidad y la superioridad numérica favorecía a los habitantes de la Reducción de Santa María.
La estrategia de los paulistas fue dejar una línea de arcabuceros y mosqueteros por detrás que preparaban sus armas con las recargas necesarias mientras la infantería hacía el primer contacto.
Cuando esta línea de retaguardia disparaba, no reparaban si los que herían eran del bando enemigo o del propio. Pero producían verdaderos estragos.
Alertado de la situación, el Padre Balterra encabezó un grupo de indios con dagas y lanzas. Se dividieron para atacar por los dos flancos y así producir un corte en el apoyo que recibían las líneas de avanzada.
El primer ataque con Balterra a la cabeza produjo un verdadero impacto en los paulistas.
El segundo no tuvo la sorpresa y produjo grandes bajas entre los defensores de la Misión. Dos segundos del cacique perecieron en las refriegas. Balterra pudo ir en ayuda de sus hermanos, pero cuando cruzaba el centro del playón una ráfaga de disparos de arcabuces lo hirió mortalmente. Una bala de mosquete de unos diez gramos penetró por su cabeza, fue apenas un roce, pero le produjo un significativo agujero en su frente. Segundos antes de recibir la mortal descarga, el buen curita español sudaba y trataba de rezar “…Sancta María mater Dei ora pro nobis…”. Y en Santa María quedó Sancho sobre las baldosas que tenían 110 años, su cabeza sangrante y un manchón de líquido rojo que se iba extendiendo. Tenía 49 años.
Ver caído a Balterra produjo un efecto revulsivo en los guaraníes. Mezclaron furia y osadía y se lanzaron fieramente contra los arcabuceros y los pusieron en huida y produjeron una brecha con las avanzadas de infantería.
Pero ésta también pudo replegarse porque las bajas en las fuerzas defensivas habían sido muchas.
Los combatientes se retiraban para lamer sus heridas.
El día siguiente sería el ataque final.
Y así fue.
La avanzada se inició desde bien temprano. Los guaraníes habían enterrado sus muertos y habían buscado armas. Estaban desmoralizados y no querían huir, como hubiera sido una buena estrategia durante la noche.
“Pelearemos hasta el final. No nos esclavizarán y defenderemos la Misión porque así lo quiso el padre Sancho”, fue la arenga del cacique. Había perdido a dos de sus tres hijos en la contienda. Pero nada parecía afectarlo.
El fin de Santa María estaba cerca, pero ellos no se rendirían ni se entregarían con vida.
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El grupo que salió en persecución de Tadeus Rainert contaba con la ventaja de ir en caballos y no tener que llevar cargas. Los tres días de distancia podían ser recuperados y ellos lo sabían. Iban al galope por los espacios libres del monte.
Una gran tormenta se avecinaba.
Tadeus y su grupo miraban hacia atrás cada tanto, como si sospecharan algo.
Pero, en silencio, seguían avanzando y trataban de descansar lo menos posible.
Tanto jinetes como animales iban avanzando en el límite de sus fuerzas.
Al segundo día de partir, la patrulla de paulistas comenzó a ver cada vez más cerca su objetivo. Y esto estimuló a los perseguidores quienes como lobos que olían sangre de sus futuras víctimas aumentaban la intensidad de su porfía.
Mientras los primeros vientos soplaban, unas oscuras nubes del Norte anunciaban la tormenta que se venía encima. La humedad hacía chorrear los rostros.
-Habrá que detenerse y esperar que amaine –indicó Rainert dando un salto y tomando la correa de su caballo.
En ese instante, sonó el primer disparo.
Los paulistas ya estaban sobre ellos.
Los indios intentaron atacar, pero el viento se hizo más intenso y hojas y ramas volaban por los aires mientras chicoteaban los rostros del misionero, los guaraníes y los atacantes.
-¡Partamos ya! –fue la imperiosa orden del padre jesuita que veía peligrar todos sus esfuerzos.
-Vaya usted Padre. Nosotros lo cubriremos –fue el grito de uno de sus hombres.
A 35 metros, los paulistas intentaban acercarse mientras los indios disparaban sus flechas.
Rainert tomó el grupo de mulos que portaba la principal carga y se escabulló por un sendero. El viento era insoportable y apenas podía ver el trillo.
Las gotas de agua eran gruesas y al viajar por los aires, se las podía ver llegar hasta estallar en el rostro. Eran grandes y frías.
Atrás los indios intentaban detener el ataque.
La batalla crecía en intensidad en forma conjunta con la tormenta que se abatía. Típica tempestad de finales del verano.
En un momento, los granizos también acertaron los rostros de los combatientes y lastimaron a los nobles animales.
Pero no arredró al sacerdote que continuó su marcha, deseoso de alejarse del epicentro del combate.
En un momento, un rayo pegó en las ramas superiores de un timbó de veinte metros de alto. Mientras oteaba hacia arriba, alertado por el ruido estruendoso, Rainert vio como un tronco muy grueso caía a su lado y el caballo pegaba un salto.
Apenas pudo recuperarse del susto cuando encaraba un arroyo que crecía a ojos vista. Los ríos de la selva, por más pequeños que sean, suelen tener ese comportamiento: con las lluvias intensas, sus aguas se vuelven turbias y muy agresivas. El curso que a veces permitía vadear una persona a pie en pocos minutos se volvía un amenazante aluvión de agua marrón, hojas, trozos de madera flotando y animales que nadaban intentando salvarse. Sólo los intrépidos se animaban a enfrentar esos atorrentados torbellinos que casi siempre duraban unas pocas horas de creciente y luego se amansaban. Así, en menos de una jornada, el arroyo volvía a su normalidad, y a los pocos días, el agua tornaba a su color transparente.
Pero Rainert no estaba para esperas.
Apremiando a su tropilla, se lanzó hacia las aguas del arroyo desbordado y con gran esfuerzo para no soltar las sogas que lo unían al grupo de mulos pudo pasar a la otra orilla.
El agotamiento era extremo.
Ya no escuchaba más a los paulistas ni disparos… ni a sus amigos, los guaraníes.
No había nadie, sólo él, su carga, sus animales y su extenuación.
Casi sin conciencia, siguió fustigando la marcha a sus agotados animales.
Sólo intentaba rezar de a ratos y beber el agua que le chorreaba por la cara. Sin saberlo, también estaba deshidratado.
Cuando quiso hacer un alto, ya era oscuro y estaba débil en extremo. Su intención era apearse y poder sujetar los animales de carga.
Pero no pudo más. Los mulos dieron un solo corcoveo y el pobre cura terminó cayendo de bruces sobre las briznas húmedas mezcladas con barro y algunas plantas pinchudas. Pero él no sintió nada. Estaba absolutamente exhausto.
Y había perdido el conocimiento.