Robin Wood era descendiente de escoceses e irlandeses nacido en Caazapá en el centro de Paraguay. Pero vino a Encarnación. Vivió ahí y también en Posadas. Y luego viajó a Buenos Aires. Hasta que un día publicaron su primera historieta (Nippur de Lagash) y ya no paró más. Este es un intento de homenaje a quien llenó de histori(et)as mi infancia
Dicen algunos: “El acceso a la lectura y la pasión por la literatura empezaban de chicos cuando los padres compraban a los hijos libros de la colección Robin Hood, esos ejemplares con tapas amarillentas y que traían las novelas clásicas”.
Pero yo digo que no.
Los que vivimos la infancia en los años 50, 60 ó 70, la vía de acceso fue otra. Fueron, simplemente, las historietas.
Ah, cierto. Debo volverme millenial y decir “los comics”. Ya no son más historietas.
Las historietas, amigos, eran la verdadera puerta de entrada a ese mundo mágico de las ficciones. Y no gustaban solo a los chicos. En casa de mis padres se leían muchas historietas.
Mi viejo (laburante, clase media baja, primaria completa y algo de secundaria) y mi mamá (ama de casa, todo lo demás igual que mi viejo) tenían ese gusto incorporado.
Pero a mi viejo le costaban los libros.
¿Y qué se leía? Si eras varón, la cosa era fácil: D’Artagnan, El Tony y Fantasía.
Y si era mi mamá, para ella había Intervalo (sí, confieso que la llamábamos con acento en la “é”).
¡Esa fue la puerta de acceso!
Luego, después, más tarde venían los libros.
Ellos además tenían esa cultura de que –a través del Selecciones- podías comprar los libros jibarizados: “Compre un libro con cuatro novelas achicadas”, te tentaban. Y ellos compraban. Pero esa es, amigos, otra historia.
Así que la cosa quedaba así. Entramos a la pasión por la lectura gracias a Robin…Wood. Apenas una letra cambiada.
Chau, creador
Hace dos años su esposa comunicó que había fallecido. Una enfermedad neurológica lo venía maltratando y –es de suponer- que la pandemia habrá ayudado también.
Pero es imposible ignorar la importancia de este paraguayo de origen irlandés y escocés en la creación de –como dice Sebastián Borkoski- novelas gráficas desde la Argentina.
Robin Wood tenía muchos seudónimos y había números de los libros de historietas que se llenaban con más historias propias que de otros autores. Así de importante llegó a ser.
Es gracioso: no sólo Pepe Sánchez era humorístico. También estaba Mi novia y yo.
Y sí, Robin era auto-referencial. Con su perro Tom y su novia hija de un dinamarqués medio loco, las aventuras eran realmente graciosas. Y el tono divertido se lo daba “el alemán” Carlos Vogt, un ilustrador excepcional. Porque tenía la inflexión justa para la comedia así como muchos actores dan mejor para ese género que para otros como el drama (dicen que Alberto Olmedo era así).
Y sí. Los 60 (cuando Wood empezó a publicar) era la época de gloria de la guerra fría y los espías eran los ídolos. Naturalmente, James Bond se constituía en el ícono.
Pero acá teníamos no sólo a una parodia como Pepe Sánchez que vendría a ser el Súper Agente 86 argento sino al más serio de Dennis Martin. Pero atenti, amigos, también había una versión femenina. Se llamaba Grace Henrichsen y era –no hay casualidades- una danesa muy, pero muy parecida físicamente, a la novia de Robin Wood. Así que no había un agente secreto. Teníamos ¡tres! Y todos creados por ese genio. (Después recién los ingleses se avivaron y crearon Austin Powers, por ejemplo).
Todo salía de esa mente inquieta y creadora del paraguayo de la colonia Caazapá.
La serie de personajes creados es casi incontable. Probablemente su viuda Graciela Stenico lo sepa.
Pero es innumerable. No se esfuerce el amable lector. Aunque vaya a la famosa Wiki, ahí aparecen unos pocos títulos. Lo de Wood fue extenso como su capacidad para viajar con su máquina de escribir a cuestas y seguir mandando los guiones a la Editorial Columba.
Aparece el trabajo
Pero sí… Aunque parezca increíble alguna vez le dieron el premio de “Mejor guionista de historietas del mundo”. Y así fue.
Lo era.
Esto empezó, hay que decirlo en un diario norteamericano. Comienzos del siglo XX. La gente apenas tenía alfabetización. Los diarios tenían que venderse. Y al poner pequeñas figuras con comentarios que hacían referencia a los diálogos que mantenían vieron que atraían muchos lectores.
La historieta estaba naciendo. El “Yellow kid” (el pibe amarillo, un canillita que tenía aventuras en la calle) era la primera de estas. Faltaba algún tiempo para los “globos” de diálogos. Pero “por’ai, gritaba Garay” estaba la cosa.
Y Wood deja su pueblo natal sin conocer a su padre, con los relatos fantásticos de una abuela galesa que no hablaba en castellano. Llega a Encarnación, pasa a Posadas. Toma el tren y viaja a Buenos Aires.
Aunque es albañil y también trabajó en aserraderos de la zona, quería avanzar.
Se conoce con el ilustrador Lucho Olivera. Y ve que comparten la pasión por la cultura sumeria. Crean Nippur de Lagash. Años después lo supe. Nippur (pese a que parece un nombre de persona) era la denominación de la ciudad de sus padres y Lagash, claro que sí, el nombre de la ciudad donde se exilia. Increíble pero real. Olivera un correntino de la capital y Wood un paraguayo de Caazapá empiezan el gran viraje de la historieta argentina.
Hay que decirlo con todas las letras: hasta que apareció Robin Wood, las historietas eran un bodrio. Mucho palabrerío, dibujos pequeños. Nada de acción. “Ese vicio de llenar las páginas de texto se terminó en Columba cuando apareció Robin Wood”, recordó el dibujante Carlos Vogt.
En Mi novia y yo, Columba se transformaba en “editorial Palomita”, naturalmente. Y su novia Anne era “Poppy” pero todo era cierto. Una maravilla que sólo él podía pergeñar. Así funcionaba su mente.
Otro personaje de aquellos años que me impactaba era Gilgamesh, el inmortal. Una versión criolla de Highlander, hay que decirlo todo. También estaba ilustraba por Lucho Olivera. Con esa habilidad incuestionable para mezclar ficción, literatura e historias verídicas, por ejemplo, Gilgamesh asistirá a la crucifixión del Nazareno. Ya pueden imaginarse
La primera platita
Vender libros es maravilloso. Vivir de la literatura es un lujo que muy pocos escritores pueden darse. Me la imagino a Isabel Allende cada 8 de enero cuando se encierra en una casita apartada de la vivienda principal que tiene en su terreno, prende las velas para todos sus santos y muertos fallecidos (entre ellos, su querida hija Paula) y se pone a trabajar. En pocos meses entregará el manuscrito y luego iniciará las giras para presentar sus obras. Pero, hay que decirlo, son pocos.
Y cuando venden, ¿cuánto venden? Un escritor de éxito en Argentina hoy con 10 mil ejemplares ya se da por satisfecho. Tal vez 20 mil o 100 mil y ahí ya está. Listo. Cerrá todo y vamos a festejar.
En los años 60, las historietas de Wood llegaban a medio millón de ejemplares. O sea, 500 mil ejemplares: Eso sí que era llegar al pueblo, ¿verdad? Cómo no reconocer la creatividad de este genio paraguayo.
Ya había estudiado en la Escuela Panamericana de Arte. Podía dibujar y escribir los guiones. Estaba habilitado. Junto con Lucho Olivera pergeñaron Nippur. Entregaron el boceto en la editorial Columba.
Y un día, andando por la calle, ve su nombre en la tapa de D’Artagnan. Y entre contento y ‘pichado’ va a la editorial.
Y llegó quejándose porque los habían publicado sin avisarle.
-¿Usted es Robin Wood? Pase por caja porque tiene dos cheques para cobrar, le dijeron. (Ya estaba su segunda historieta en impresión).
Y del enojo por no tener un peso en el bolsillo y ver su nombre en una revista, Wood pasó a darse un banquete en el restaurante más cercano y comenzar una carrera como guionista estrella.
Un tipo solitario y social, vaya paradoja. Sabía hablar y le gustaba. Y también por los lugares más extraños del mundo. Instalarse en un kibutz israelí o en una desolada estepa rusa.
Y de allí iban surgiendo sus personajes. Los colocaba allí y empezaban a actuar.
Así de sencillo. Wood había tenido muchos trabajos en su vida previa a ser guionista, y esto le daba margen para pensar personajes y situaciones. Pero también hacerlos más cercanos. Era como que él conocía a su audiencia. Él sabía quiénes eran sus lectores.
Claro que era un aventurero.
Un día agarró su máquina de escribir portátil y anunció en la editorial Columba que se iba de viaje.
Tenía respaldo: dos millones de ejemplares por mes. A esa altura Wood era el autor emblemático de Columba, donde además firmaba tiras con seudónimos varios. Y así, se largó a recorrer el mundo y mandaba los guiones por correo: refería viajes alucinantes en un carguero hasta Nápoles, o por tierra hasta México, recorridas por Europa, por Mongolia y China, temporadas en Sidney, en California, en un kibutz en Israel, en Barcelona, donde dirigió su propia editorial. Contaba que era cinturón negro de karate y que hablaba varios idiomas. “A mí me salvó la pasión por leer y escribir –decía-. En mi casa no había dinero, pero libros sí. A los ocho años leía a Simone de Beauvoir, Hemingway. Tuve la suerte de desembocar en algo que me dio trabajo y dinero: la historieta. Hasta entonces vivía en la miseria”.
Lo miraron como si estuviera loco, aseguraba, y se fue. Viajó y viajó. Conoció muchos lugares pero él nunca dejó de cumplir: enviaba desde donde estuviera casi a diario los guiones que hacían falta para llenar de aventuras esas revistas que en ocho páginas contaban una historia completa (con el “Fin del episodio” al final que indicaba que la cosa iba a continuar).
Visitando Posadas de la mano de Roxana
Fue en 2000. Argentina todavía resistía el 1 a 1 con dolores de parto. Pero “nuestra platita valía, mismo” (Ibas a Encarnación y para cuidarte el auto te pedían ‘una monedita, amigo’. Sí, esa monedita era como si hoy diéramos 1200 pesos en mano).
Yo trabajaba en El Territorio y Robin Wood llegó a presentar su “nueva-vieja” protagonista.
Ya había publicado la historieta de una chica huérfana, pelirroja que nace en Paraguay, vive en Encarnación, cruza el río, vive en Posadas, toma el tren y se va a Buenos Aires. ¿Le suena? Y, claro. Era otra vez, su vida en versión femenina.
Vino a la redacción y ahí compartió bocadillos, bebidas y sus increíbles anécdotas.
Era un tipo extraordinario. No podías creer que todo salía de esa cabeza maravillosa.
“Es gracioso, decía, porque tuve muchos seudónimos (si no, parecería que todas las historietas las hacía él) pero mi nombre verdadero era el menos real. En verdad que Robin Wood parece un seudónimo para darse aires, ¿no?”.
Sí. Uno lo sospechaba. En mi caso, era muy chico. Pero este Robert O’Neill tiene lindas historias. Y claro, era él. Y Noel Mc Leod (otro nombre que remitía a sus ancestros británicos), pero también estaban Carlos Ruiz y hasta una mujer (Cristina Rudlinger) así como Joe Trigger y un tanísimo Mateo Fussari. Todos eran él.
Y ahí estaba. Amanda su alter ego iría por El Terri. Pero con nombre cambiado.
La que estaba contenta era la colega Roxana Moschner. “Le van a poner mi nombre”, expresaba entusiasmada.
Y así fue. Amanda pasó a ser Roxana.
Yo ya estaba hacía años desprendido del fanatismo juvenil de las historietas. Pero una vez que empecé a leer (no conocía la trama) te atrapaba. El viejo mago seguía con los trucos intactos.
No en vano lo nombraron “el mejor guionista del mundo”. Lo era. Lo fue. Una vida de aventuras como sus personajes.
Un tipo sencillo y querible.
Un personaje como los creados por él.
Buen viaje, viejo Robin. Ojalá te encuentres con Roxana, con Dago, con Mojado o con Gilgamesh.
Ah, no.
Con él, no creo porque era inmortal, ¿verdad?
Publicado en 2021